Agosto: san Luis de Francia

El 25 de agosto celebramos a un santo que además de esposo y padre fue nada menos que rey: san Luis, monarca francés, fue un hombre que vivió las virtudes cristianas desde el más alto puesto de poder del momento. Nacido en la localidad de Poissy en 1214, fue coronado rey de Francia a los doce años tras la muerte de su padre, Luis VIII, bajo la regencia de su madre, la infanta castellana Doña Blanca de Castilla. De hecho, ella misma también es considerada santa, como lo es el hijo de su hermana Berenguela, Fernando III “el Santo”, rey de Castilla y de León.

San Luis recibió de su madre una educación pía que le llevó a una profunda devoción, además de inculcarle un gran sentido de la responsabilidad para cumplir con sus futuros deberes como gobernante y cultivar en él un deseo constante de servicio divino, manifestando su rechazo al pecado. A pesar de la vida licenciosa que llevaban algunos miembros de la nobleza y de la corte, sabemos que Luis fue un joven ejemplar y que a su ascenso al trono bajo el nombre de Luis IX se sumó su matrimonio con la virtuosa Margarita de Provenza, hija de Ramón Berenguer V, que a su vez era nieto de Alfonso II de Aragón. Con ella tuvo 11 hijos: Blanca (que fallecería con apenas 3 años), Isabel, Luis, Felipe (que heredaría el trono real), Juan (que moriría siendo un bebé), Juan Tristán, Pedro, Blanca, Margarita, Roberto e Inés.

Su reinado fue ejemplar, constituyéndose como uno de los protagonistas de toda la Edad Media y llevando el Reino de Francia a una época dorada, con un sobresaliente apogeo político, económico y cultural. Ideal de caballero cristiano, se rigió siempre en su mando por los valores católicos, tanto en política interior como exterior, poniendo el bienestar de sus súbditos por encima del propio y la defensa de la fe cristiana desde la concordia como programa de gobierno. Se ocupaba personalmente de impartir justicia escuchando las quejas de los desfavorecidos, ganándose la fama de noble y bondadoso más allá de las fronteras francesas por su caridad y su compasión; según las crónicas, sabemos que llegó a lavar pies a los mendigos y a compartir su mesa con leprosos. Incluso en las contiendas con las revueltas feudales y contra los ingleses mostró magnanimidad perdonando a su enemigos y buscando garantizar la paz mediante tratados. Además, medió en conflictos de la Iglesia como la lucha entre el emperador Federico II y el Papa, asistiendo al Concilio ecuménico de Lyon (1245). Fue franciscano seglar y terciario de la Orden Trinitaria.

Impulsado por su profunda devoción, mandó construir la espléndida Sainte-Chapelle de la catedral de París para albergar preciosas reliquias entre las que destaca la corona de espinas del Señor. Fue el único monarca que respondió a la llamada del Papa Inocencio IV para defender los Santos Lugares, participando activamente en la Cruzada de 1248 con un numeroso ejército y acompañado de sus tres hermanos: Carlos de Anjou, Alfonso de Poitiers y Roberto de Artois. Tras un duro invierno en Chipre, enfrentando enfermedades como la peste, se dirigen a Egipto en mayo de 1249, donde fueron emboscados en Damieta. San Luis tuvo que pasar cuatro años en Palestina antes de lograr regresar a Francia; durante su cautividad en Egipto rezaba el Oficio Divino diariamente.

Una vez de vuelta en Francia, fue recibido con honores y continuó desempeñando sus deberes con gran diligencia, administrando justicia y apoyando a las órdenes religiosas. De hecho, ya durante su vida lo llamaban el “monje rey” por su devoción y ascetismo, algo que resalta no solo la hagiografía católica sino también las crónicas laicas; así, Voltaire dijo de él:

No es posible que ningún hombre haya llevado más lejos la virtud

Su oración y mortificaciones no impedían que fuese un hombre de familia: consideraba a su esposa como compañera hacia la santidad, y fue un magnífico padre que educó a sus hijos en las virtudes que practicaba.

Cuando el Papa Clemente IV llamó a una nueva cruzada en 1270, él y su hermano Carlos de Anjou respondieron con sus recursos y su propia persona. Habiendo llegado a Túnez, las tropas fueron diezmadas por la diversas enfermedades y los ataques sarracenos. En esta desastrosa expedición, la vida terrena del rey de Francia encontró su final el 25 de agosto de 1270. Asistido por su capellán, el sacerdote trinitario Jean de Douai, había estado cuidando enfermos hasta poco antes de fallecer él mismo. Su cuerpo fue trasladado a Francia y enterrado en la iglesia de Saint Denis, de París.

Rey, esposo, padre y piadoso católico, Luis IX fue rápidamente venerado por su pueblo y el papa Bonifacio VIII lo canonizaría solemnemente el 11 de agosto de 1297.

El Acta Sanctorum Augusti recoge el testimonio espiritual que dejó a su hijo:

Hijo amadísimo, lo primero que quiero enseñarte es que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas; sin ello no hay salvación posible.

Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado mortal, de tal manera que has de estar dispuesto a sufrir toda clase de martirios antes que cometer un pecado mortal.

Además, si el Señor permite que te aflija alguna tribulación, debes soportarla generosamente y con acción de gracias, pensando que es para tu bien y que es posible que la hayas merecido. Y, si el Señor te concede prosperidad, debes darle gracias con humildad y vigilar que no sea en detrimento tuyo, por vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han de ser causa de que le ofendas.

Asiste, de buena gana y con devoción, al culto divino, mientras estés en el templo, guarda recogida la mirada y no hables sin necesidad, sino ruega devotamente al Señor con oración vocal o mental.

Ten piedad para con los pobres, desgraciados y afligidos, y ayúdalos y consuélalos según tus posibilidades. Da gracias a Dios por todos sus beneficios, y así te harás digno de recibir otros mayores. Obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda; ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón. Pon la mayor diligencia en que todos tus súbditos vivan en paz y con justicia, sobre todo las personas eclesiásticas y religiosas.

Sé devoto y obediente a nuestra madre, la Iglesia romana, y al sumo pontífice, nuestro padre espiritual. Esfuérzate en alejar de tu territorio toda clase de pecado, principalmente la blasfemia y la herejía.

Hijo amadísimo, llegado al final, te doy toda la bendición que un padre amante puede dar a su hijo; que la Santísima Trinidad y todos los santos te guarden de todo mal. Y que el Señor te dé la gracia de cumplir su voluntad, de tal manera que reciba de ti servicio y honor, y así, después de esta vida, los dos lleguemos a verlo, amarlo y alabarlo sin fin. Amén.

 
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