Noviembre: beato Álvaro Santos Cejudo
El beato Santos Álvaro Cejudo y Moreno Chocano, nacido en Daimiel (Ciudad Real) el 19 de febrero de 1880, es un testigo muy actual de la santidad alcanzada en la vida ordinaria a través de la vocación matrimonial, la paternidad y el trabajo cotidiano. Bautizado al día siguiente de su nacimiento en la parroquia de Santa María la Mayor, vivió en una familia cuyo ambiente contribuyó a que germinara en él la atracción hacia la vida religiosa. Con 13 años, Álvaro ingresó al Noviciado menor de los Hermanos de las Escuelas Cristianas en Bujedo (Burgos), donde vivió una juventud de estudio y oración, entregado a la enseñanza de los niños en el colegio de Santa Susana del barrio madrileño de Ventas. Sin embargo, en 1901, tras ocho años de vida religiosa, tuvo que dejar la congregación por dificultades familiares, iniciando así un camino que, sin él saberlo, lo llevaría a la santidad en el seno de una vida laica.
Álvaro regresó a su tierra y estableció su hogar en Alcázar de San Juan, en el noreste e la provincia de Ciudad Real, donde se empleó como maquinista en la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles. Fue en ese tiempo cuando conoció a María Rubio Márquez, la mujer con la que contraería matrimonio. El matrimonio de Álvaro y María se caracterizó por una profunda fe compartida y un amor que fue madurando a través de los años. Juntos tuvieron siete hijos, tres de los cuales fallecieron en su niñez; sobrevivieron Teresa, Mariana, Victoria y Álvaro.
Nos consta que la familia Cejudo Rubio vivía en la sencillez, la oración y el amor familiar, como una verdadera iglesia doméstica. En un momento histórico difícil para la fe en España, Álvaro no dudaba en dar testimonio cristiano con su propia vida, no ocultando sus valores ni su modo de vida aun cuando recibía la hostilidad de compañeros de trabajo anticlericales. Su tío, fray Genadio Moreno Chocano, religioso de las Escuelas Cristianas, declaró durante el proceso de beatificación de Álvaro:
Era un buen hijo con su madre, un esposo bueno con su mujer, un buen padre con sus hijos, un buen hermano con su hermana, bueno con todos los que le rodeaban, incluso con sus enemigos. Fue bueno con su madre, a la que mandaba medios para su sustento, cediéndole, además, su parte de herencia; la trataba con sumo respeto y veneración, tanto que sus hijos estaban admirados del trato que daba a su madre. Trató a su mujer, cuando estuvo en peligro de muerte y durante toda su vida, como mucho afecto y cuidados. Era bueno con sus hijos, trabajando para mantenerlos en colegios religiosos, para darles una educación espiritual y moral. Era bueno con su hermana, como ella misma declara. Su comportamiento hacía maravillarse a la gente, que decía: «¡Qué bueno es Cejudo!». Era bueno desde niño. Cuando estuvo en el noviciado de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, era afable y servicial con los otros chicos. Siendo ferroviario era piadoso, rezaba el santo rosario, el trisagio a la Santísima Trinidad, oía misa, defendía la religión... Era de costumbres profundamente religiosas, sin respetos humanos, aún entre sus compañeros hostiles a la religión.
En efecto, Álvaro vivió el olvido de sí mismo en el seno de la familia que formó con María. Entregaba el dinero que ganaba a su esposa, y renunció a su herencia paterna en favor de su madre, a la que también auxiliaba cada mes con sus bienes. Especialmente generoso, donaba cuanto podía para las misiones y el sostenimiento de la Iglesia, aun cuando la familia se enfrentaba a situaciones difíciles, consciente de que todo cuanto recibía venía de la Providencia.
En 1931, su vida da un vuelco inesperado: su mujer, María, fallece. Durante los meses que duró su enfermedad, en la cual María alababa la bondad de su marido, él la cuidó con el mayor de los cariños. Sus hijas atestiguan el inmenso dolor que padeció con su partida, pero también su conformidad con la voluntad divina. Álvaro queda solo con los hijos, asiéndose a la fe bastión de fortaleza ante el sufrimiento de la viudedad. No mucho más tarde, sus dos hijas sienten la llamada a la vida religiosa. Con una mezcla de dolor por quedarse solo y alegría por ver el fruto de la fe en la disposición de ambas de entregar su vida a Dios, les da su bendición ofreciendo el sufrimiento de este desprendimiento. Las hijas, que se convertirían en monjas trinitarias, refieren este hecho:
Pronto hicimos los tres un viaje a San Clemente (Cuenca), pues quiso hablar él mismo con la Madre Superiora sobre las condiciones de nuestro ingreso. Sin tener capital, sino únicamente lo que ganaba de su trabajo, se comprometió con gran generosidad a darnos lo que nos hacía falta, considerándose muy dichoso de podernos consagrar al Señor.
De hecho, una de ellas, sor Natalia del Sagrado Corazón de Jesús, refiere lo siguiente:
Fue siempre un católico practicante, y como tal lo conocí toda su vida; cuando por viaje obligatorio no podía oír misa en día de precepto, decía: «Lo que ganamos los ferroviarios, Dios no lo bendecirá porque se falta a su divina ley». Cuando enviudó, noté que se entregó aún más a Dios. Le disgustaba que sus hijas quisieran seguir la moda en el vestir. Antes de que fueran al cine, él quería saber qué tipo de película era, y si no era completamente buena nos decía que no fuéramos. Tenía una piedad muy tierna, nos hablaba a menudo del Evangelio y tenía un gran amor hacia el Sagrado Corazón de Jesús. Sabía soportar con resignación las contrariedades de la vida, diciendo: «Dios lo quiere así, hágase su voluntad». Se olvidaba de sí mismo, viviendo únicamente para nosotros. No se quejaba nunca de la comida. Era un gran trabajador, y cuando le decían que pidiera permiso para descansar, él decía: «Ya descansaré en el cielo». Era un buen compañero, aunque exigía a todos el cumplimiento del deber. Era de costumbres santas […].
Milicianos republicanos disparando al monumento del Sagrado Corazón, en el Cerro de los Ángeles (Getafe, Madrid) durante la Guerra Civil Española.
En este tiempo, Álvaro se refugió todavía más en la oración, frecuentando la misa siempre que su trabajo se lo permitía y asistiendo fielmente a la Adoración Nocturna, aun cuando regresaba de arduas jornadas de trabajo como maquinista o tenía que acometerlas al terminar su turno de oración ante el Santísimo. Las cosas no mejoraban en su trabajo, en el cual era irreprochable: hacía cuantos favores podía a sus colegas maquinistas, huía de las conversaciones inmorales y de la cantina que frecuentaban algunos de sus compañeros, era cumplidor en sus deberes e incluso ayunaba en jornadas laborales especialmente largas. Sin embargo, muchos de ellos lo despreciaban por su fe. Esto no impedía que Álvaro llevase una cruz en su solapa, motivo por el cual se burlaban de él, en un momento de tal polarización en España que portar el símbolo religioso era signo de gran valentía. Incluso en una ocasión, uno de sus colegas le amenazó: “Si no te quitas eso, te mataremos”. El daimieleño respondió serenamente: “Mis enemigos no podrán hacerme más daño que el que Dios les permita”. No se ocultaba para asistir a Misa, repetía jaculatorias durante el día pidiendo a Dios perseverancia, acudía al rezo del rosario y tenía gran devoción al Sagrado Corazón de Jesús; de hecho, disfrutaba especialmente cuando pasaba con el tren por la zona de Getafe donde se encuentra el monumento al Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles
La persecución arreció, y una un grupo armado registró su casa el 22 de julio de 1936. Poco después, el 2 de agosto, Álvaro fue arrestado estando en su locomotora, tras frustrar un compañero suyo un intento de asesinato perpetrado por un fogonero que había oído que el maquinista era católico. De hecho, fue únicamente su condición de católico y padre de dos religiosas lo que hizo que fuera detenido. Lo llevaron a la prisión de Santa Cruz de Mudela (Ciudad Real), donde compartió celda con tres sacerdotes y cinco hermanos de La Salle, encontrando entre ellos mutuamente consuelo espiritual y fuerzas para perseverar. Su hermana y su hijo le llevaban comida, aunque las estrictas órdenes de los vigilantes les impedían hablarle. Álvaro aprovechaba cada momento de quietud en la cárcel para rezar el rosario y, junto a sus compañeros de celda, encomendarse a Dios. Todos ellos fueron forzados a realizar trabajos humillantes y expuestos al escarnio público. Sabía que el desenlace era inevitable y que su martirio estaba cerca, pero nunca renegó de su fe, y afrontó esos días de cautiverio con la paz que solo da una vida entregada a Cristo. También se ha documentado que un compañero de celda oyó a Álvaro decir: «cuando somos bautizados se nos perdona el pecado original, pero cuando derramamos la sangre por Jesucristo, como la derramaré yo, se nos perdonan los pecados de toda la vida», manifestando en todo la bondad de Dios.
Finalmente, en la noche del 17 de septiembre de 1936, Álvaro y sus compañeros fueron llevados al Alcázar de San Juan, donde tantas veces había estado velando al Santísimo. Allí, frente al pelotón en el cementerio del Alcázar, Álvaro fue fusilado.
Sus restos mortales, exhumados de la fosa en que se enterró y colocados en el panteón del cementerio, descansan actualmente en la iglesia conventual de la Santísima Trinidad en Alcázar de San Juan. Allí, junto a la comunidad que él tanto amó, su memoria perdura como la de un hombre que alcanzó la santidad en medio de la cotidianidad, en el amor a su familia, en su trabajo como ferroviario y en el sacrificio final de su vida por Cristo. En 2007, el papa Benedicto XVI lo elevó a los altares junto a otros 497 mártires españoles, reconociendo así en su vida y en su muerte un testimonio de fe y esperanza vividas en la entrega familiar hasta el último aliento.