Agosto: santa Mónica
Santa Mónica, madre de san Agustín de Hipona, nació en el año 332 en Tagaste, una pequeña ciudad en el norte de África, en lo que hoy es Argelia. Desde joven, fue educada en la fe cristiana, pues sus padres eran cristianos. También fue probada en su orgullo, ante la afición que tenía el vino, cuando una criada la humilló haciéndole darse cuenta de su pecado y reconduciéndose. La formación religiosa que recibió fue fundamental para su vida matrimonial, que sus padres decidieron prometiéndola a Patricio, un hombre trabajador pero con un carácter difícil y agresivo.
Indiferente a la vida cristiana de Mónica, Patricio puso a prueba las virtudes de su esposa, que además de lidiar con su temperamento violento soportaba las infidelidades con una paciencia y una virtud heroicas. De hecho, Mónica ofrecía los sufrimientos y las humillaciones que esta conducta le causaba por la conversión de su propio esposo, tomándolas como un medio para crecer en santidad y en amor para transformar su hogar. Así describía san Agustín en las Confesiones la actitud de Mónica, dirigiéndose al propio Dios:
[Mónica] se esforzó por ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías hermosa y reverentemente amable y admirable ante sus ojos. De tal modo toleró las afrentas conyugales, que jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues esperaba que tu misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto.
Era éste, además, si por una parte sumamente cariñoso, por otra extremadamente colérico; pero tenía ésta cuidado de no oponerse a su marido enfadado, no sólo con los hechos, pero ni aun con la menor palabra; y sólo cuando le veía ya tranquilo y sosegado, y lo juzgaba oportuno, le daba razón de lo que había hecho, si por casualidad se había enfadado más de lo justo.
En efecto, poco antes de la muerte de Patricio, Mónica tuvo la dicha de contemplar el arrepentimiento y la conversión de su marido, como una primera gran recompensa a las abundantes lágrimas y, sobre todo, súplicas que por él elevaba diariamente. Patricio fue bautizado en el año 371, y también la madre de este, suegra de Mónica. Así lo atestigua san Agustín:
Por último, consiguió también ganar para ti a su marido al fin de su vida temporal, no teniendo que lamentar en él, ya bautizado, las ofensas que había tolerado antes del bautismo.
Era, además, sierva de tus siervos, y cualesquiera de ellos que la conocía te alababa, honraba y amaba mucho en ella, porque advertía tu presencia en su corazón por los frutos de su santa conversación. Había sido mujer de un solo varón, había cumplido con sus padres, había gobernado su casa piadosamente y tenía el testimonio de las buenas obras y había nutrido a sus hijos, pariéndoles tantas veces cuantas les veía apartarse de ti.
Patricio y Mónica tuvieron 3 hijos: Agustín, Navigio y una mujer cuyo nombre no se conoce con certeza.
Los sufrimientos que Mónica había vivido en su matrimonio dieron paso a otra difícil cruz: la de ver a su hijo Agustín desviarse hacia el libertinaje, la herejía maniquea y la inmoralidad. Durante casi dos décadas la batalla espiritual de Mónica fue esta: rezar de forma incansable para que su hijo, que había recibido una educación cristiana, abandonase las filosofías contrarias al Evangelio, el concubinato y los placeres vanos, abrazando de nuevo la fe. Habiendo intensificado oraciones y penitencias, Mónica, ya viuda, mantuvo la esperanza, alentada por san Ambrosio; este le habría consolado afirmando: “No es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”.
Fue precisamente a través a la predicación de este obispo de Milán como Agustín, incansable buscador de la Verdad, comenzó su camino de regreso a la fe. Cuando tenía 33 años, en el 387, recibió de Ambrosio el bautismo, siendo testigo de ello Mónica. En este acontecimiento, fruto de la misericordia divina y de su perseverancia, Mónica vio cumplida su misión como madre: .
No mucho después de la conversión de Agustín, establecida con él y con el hijo de este, Adeodato, en Ostia (cerca de Roma) y con el proyecto de regresar pronto a África, Mónica falleció. Su hijo recoge en las Confesiones este momento, que la propia Mónica días antes había preparado afirmando:
Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí, muerta a toda esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?
Era el año 387. Tenía 55 años. Patrona de las esposas y las madres, y modelo de cristiana, santa Mónica resplandece por su ejemplo de fidelidad, su perseverancia en la oración y el ofrecimiento de sus sufrimientos como medio de santificación en la vida familiar.