“No queremos tener hijos”, por Germán Gutiérrez y Carolina Ochoa

Hace unos días le contábamos a nuestra hija cómo 32 años atrás, cuando nosotros nos casamos, los novios no se preguntaban si querían o no tener hijos. De hecho, se veía con tristeza la perspectiva de no poder tenerlos. La pregunta que usualmente se hacían era cuántos hijos les gustaría tener.

Hoy, la mentalidad ha cambiado y es cada vez más común que una pareja no desee tener hijos. Precisamente, un artículo publicado por la revista Portafolio el 30 de marzo de 2025 dice que la tasa global de fecundidad en 2024 en Colombia fue de 1,1 hijos por mujer. Esta cifra corresponde a prácticamente la mitad de lo que se requiere para mantener el equilibrio poblacional que es de 2,1 hijos por mujer.

Recientemente escuchamos el caso de unos novios que acudieron a hablar con el sacerdote para contraer matrimonio. Durante la conversación él les preguntó acerca de los hijos y ellos contestaron que no deseaban tenerlos. ¿Qué relación tiene el matrimonio con los hijos?

No es nuestra intención realizar aquí un análisis sociológico que nos permita entender el por qué se ha producido un cambio tan radical en la sociedad en un período de tan solo 30 años ni sus consecuencias para la humanidad a largo —¿o quizás medio?— plazo. En lo que queremos reflexionar es en si el decidir no tener hijos corresponde a la verdad sobre el matrimonio. ¿Cómo saberlo?

Cuando buscamos la verdad, podemos acudir a la ley natural como un terreno seguro. Esta ley es inmutable, es decir, no cambia. Además, tienen la ventaja de que no requiere de la fe, sino que puede ser comprendida desde la razón. En el plano científico, un ejemplo evidente es la ley de la gravedad: nos guste o no, la gravedad es una verdad universal y debemos vivir con ella.

En el ser humano, lo mismo que en el universo, también existen leyes naturales, o sea, propias de la naturaleza del hombre, de lo que él es, y que por lo tanto son permanentes. Una de ellas es que los cuerpos del hombre y de la mujer, al unirse a través de las relaciones sexuales, tienen la capacidad de engendrar una nueva vida. La procreación es, por tanto, una consecuencia no solo posible, sino natural de las relaciones sexuales. De hecho, estas son nada más y nada menos que el medio que Dios dispuso para dar vida a nuevos seres humanos. A su vez, las relaciones sexuales son naturales en el matrimonio; es decir, no son accesorias, sino que hacen parte de su esencia. De hecho, el matrimonio católico requiere de la consumación; en otras palabras, de la relación sexual de los esposos, para quedar plenamente constituido. Si esta no existe, tampoco existe el matrimonio.

La razón nos dice que la mejor forma de no exponernos a una situación que no es deseable para nosotros es evitando lo que la produce. En otras palabras, si no deseamos determinada consecuencia debemos evitar la causa. Si los hijos son una consecuencia directa y natural de las relaciones sexuales y si estas forman parte de la esencia del matrimonio, ¿es entonces razonable y coherente casarse sin estar dispuestos a tener hijos?

Santo Tomás de Aquino afirmaba que la ley natural es reflejo de la ley divina. Para quienes creemos en Dios esta afirmación tiene pleno sentido. Si Dios creó el mundo y al hombre, es lógico pensar que la forma en que los hizo y las leyes que rigen su funcionamiento son obra de Dios y, por lo tanto, expresión de su voluntad.

Volvamos ahora a la conversación entre los novios y el sacerdote. A primera vista, podríamos pensar que no había necesidad de que el sacerdote les preguntara acerca de los hijos y que, en todo caso, se trataba de una decisión personal en la que él no debía intervenir. Evidentemente esto último es cierto, sin embargo, vale la pena que reflexionemos un poco sobre qué es un sacerdote.

Cristo mismo fue quien instituyó la Iglesia y nos la dejó a través del tiempo como fiel intérprete de la voluntad de Dios. Voluntad expresada no solo en la Biblia, sino, como ya dijimos, en las leyes naturales, inscritas en el hombre, y en concreto en el funcionamiento de su cuerpo. La Iglesia actúa en nombre de Jesucristo y bajo su autoridad; por lo tanto, no puede enseñar o aprobar lo que vaya en contra de la voluntad de Dios. Al contrario, su misión es ayudar a comprender esa voluntad, lo cual hace a través de la doctrina.

En el caso en cuestión, la Iglesia enseña que, dado que los hijos son una consecuencia posible y natural de las relaciones sexuales, y que estas últimas son parte inherente del matrimonio, no puede celebrarse válidamente un matrimonio católico si la pareja no está dispuesta a tener hijos.

El sacerdote, como testigo y representante de la Iglesia en el sacramento del matrimonio, no tiene autoridad para actuar en oposición a los designios de Dios. Por ello no puede ser testigo de un matrimonio en el que los contrayentes no están dispuestos a aceptar lo que es propio y natural del mismo. El sacerdote de este caso, siendo consecuente con su vocación y responsabilidad, le dijo a la pareja que si ellos no estaban dispuestos a tener hijos él “no los podía casar” (sabemos que los ministros del matrimonio son los propios novios, pero el sacerdote es testigo indispensable del mismo).

Lo que desde la mentalidad actual podría parecer una postura radical o incluso insensible, si lo analizamos con detenimiento, vemos que en realidad se trata de una respuesta coherente, orientada no solo por la fe, sino también por la razón. No es razonable pedir un sacramento cuyas consecuencias naturales no se desean ni se está dispuesto a acoger. La cultura y las costumbres pueden cambiar con el tiempo, pero la verdad sobre el ser humano y el matrimonio permanece, y en esa verdad, reflejo de la voluntad de Dios, se encuentra el verdadero bien del hombre.

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